Lluís Armengol 2013

Text fet amb motiu

de l'exposició a la Sala Parés

titulada "Retrospectiva 2012_2013".

Benvolgut amic Jaume Roure:

Nadie debe llevarse a engaño a propósito de tu última exposición en la Sala Parès; porque tanto el espectador indocto que entra como por azar en la histórica galería como el “connaisseur” culto que ya sabe de tu obra, pronto se van a encontrar con un primer escaparate a la izquierda del primer vestíbulo que les indicara el tono general de tu muestra (no sin antes haber tenido un encontronazo con ese “Monsieur Arpel” que con una mirada de soslayo nos invita a entrar en la sala), y entonces a buen seguro la pregunta no tardara en llegar: ¿qué relación guardan entre sí esos seis primeros cuadros? ¿qué tiene que ver ese hombre recién llegado a la luna con un autorretrato del propio pintor? ¿cómo hilvanar esas escenas ociosas de “Marineland” o “Springs S/L” con el resto de los cuadros? Solamente alguien formado en el más rancio academicismo puede pensar que toda exposición debe guardar una unidad interna sólida y inextricable, nada menos cierto; en esa muestra tuya hay más de una exposición: la primera ( sin duda dominante) es aquella formada por esas imágenes de piscinas y divertimentos veraniegos “made in USA” siempre con una presencia humana destacable, la segunda (aunque minoritaria) abarcaría todos los cuadros de “auto-ficción”, es decir , donde la aparición del propio artista como personaje es el dato fundamental de la pieza, y la tercera comprendería todos aquellos lienzos de “segundo grado” en feliz expresión de Gerard Genette, o sea, referidos al propio mundo de la pintura e incluso también del cine. Tres exposiciones en una (misterio donde los haya ese de la trinidad) para mayor gozo y disfrute de tus admiradores. Cuando ese espectador anónimo (sea el sabio o el ignorante) se adentre en el segundo vestíbulo de la galería puede pensar que todo eso no es cierto, que solamente hay un registro (el primero) en esa muestra, que esos “invités” casan bien con los paisajes de Noruega o los museos de Alaska. Su desengaño no se hará esperar: a derecha e izquierda de la sala grande un par de vitrinas bien dispuestas provocaran la atonía del visitante, sus ojos irán de aquí para allá ora atendiendo a un ejemplar de la revista “Life”, ora mirando un pisapapeles recuerdo de París, ora observando el catálogo de tu expo anterior (“Arqui-Tati”), ora sonriendo ante ese homenaje a Alfred Hitchcock que no es sino un ejemplo más de esa “auto-ficción” que recorre –repetimos- el segundo registro de tu exposición; porque si de todos es sabido que el mago del suspense gustaba de aparecer en sus películas, no es menos cierto también que los mismos artistas no han tenido problemas para asomar sus propias cabezas en sus cuadros (ahí está el primer autorretrato de Rembrandt para demostrarlo), tú mismo, valga ese ejemplo a mano, te mostrabas almorzando junto a Jacques Tati en la anterior exposición. Bromas e ironías que ya estaban presentes en el cuadro de Neil Amstrong y que igualmente se hallan en la segunda de las vitrinas: un entrañable banderín de la ciudad de Solsona junto a un juego de dados, un badget del grupo Balthazar en compañía de una postal kistch que muestra un pintor “a plain air”, una libreta de apuntes al lado de un cuadrito del MACBA. Una red de complicidades y un tejido de motivos que pueden hacer pensar en ciertas prácticas conceptuales: la pintura reflexionando sobre la propia pintura, el autor empírico situándose como personaje del mundo de ficción, la representación exhibiendo sus propios mecanismos de representación, etc.

Es algo sabido la planta baja de la Sala Parés es un espacio que impone sus condiciones, y así como Juan Ramón Jiménez afirmaba una y otra vez que un mismo libro leído en ediciones diferentes no era el mismo libro, así también nosotros podemos decir que un cuadro ubicado en espacios distintos no es exactamente el mismo cuadro. Me imagino que la colocación de más de treinta óleos de pequeño formato en ese espacio tan diáfano no era tarea nada fácil ni sencilla, era preciso pensar en algún contrapunto visual para que ese espectador anónimo no se perdiese por el camino y abandonase la visita a toda velocidad. Un acierto pleno, pues, colocar frente al visitante anónimo tres lienzos de tamaño considerable que le dan la bienvenida a modo de exordio recordándole a la vez exposiciones anteriores: tanto “Living-Room” como “C´est moi” son deudoras de esa dialéctica entre espacio interior y espacio exterior que era leit-motiv capital de “Arquitectures” (2.008); igualmente ese personaje que mira y re-mira una escena (“figura de asistencia” lo llamamos en un anterior comentario siguiendo a Victor I. Stoichita) estaba presente tanto entonces como ahora. ¿Y qué decir de esa “Voisine” que entra en casa ajena cada dos por tres? ¿cómo dejar de evocar ese personaje inefable de la película de Jacques Tati? ¿quién puede haber olvidado una mujer tan peculiar? El espectador-mirón que se halla escondido a todas horas en el buen aficionado a la pintura se encuentra ya en casa propia, sus mecanismos de incredulidad y desconfianza han sido vencidos y ahora se dispone a disfrutar plenamente de una exposición que no es una sino que son tres (aunque con claro predominio del primer registro).

Se diría que sin esos fondos de cartón no pintados el mismo color del óleo no tendría esa fuerza que le caracteriza, una fuerza que en ese caso no es dominante ni exagerada porque las mismas figuras humanas parecen tan bien integradas en los mismos fondos que a veces parecen confundirse ambos en un juego de vasos comunicantes. Algunos antiguos tratadistas de la pintura distinguían la “lux”, es decir, la luz procedente del exterior ya sea en forma natural (el sol, las estrellas) o artificial (por ejemplo, una lámpara o un candil) y el “lumen”, o sea, la luz procedente del mismo objeto o ese cuerpo que despide luz propia y singular; pienso que en tu caso esa distinción queda disuelta, pues ambas consiguen una simbiosis excelente en la mayoría de tus cuadros. El cartón invade a veces al mismo personaje, y así vemos al “Marine” con una parte de la chaqueta azul no pintada de azul o en “Pasqua, 1.966” al individuo de la derecha “invadido” por el mismo color del cartón o en el “Retrat inacabat” el marrón del suelo subiendo por las paredes; ejemplos esos entre otros que son signo y señal de un modo de hacer ágil y volátil acorde con la temática elegida; unos motivos extraídos –son tus palabras- de imágenes familiares de los felices años sesenta, tal vez la década más idealizada y mitificada de la pasada centuria. Anónimas fotografías de familia sin pretensión alguna y sin ningún afán de gloria; escenas de la vida corriente y por eso mismo dignas de un tratamiento leve y nada fuerte o violento; porque si de algo tratan esas imágenes son de la ausencia de tragedia alguna; se podría decir que sus personajes se hallan tan acomodados al entorno que cualquier turbación o inquietud sería casi grosera o de mal gusto, es tanta la felicidad que exhiben que ésta casi roza la pura ficción. Y ahí reside a mi modo de ver otro rasgo esencial de tu muestra: su carácter profundamente ficticio. Si se ha dicho una y mil veces que la misma llegada del hombre a la Luna era solamente un montaje fílmico ejecutado con toda minucia, si se ha llegado a afirmar que se trataba de una representación teatral, ¿qué decir de un cuadro elaborado a partir de muestras sobrantes de pintura a las que se añade un personaje -Neil Armstrong- fallecido en el pasado verano? ¿qué decir de un título tan irónico como “El primer home en trepitjar la superficie de la meva pintura” de indudable tono conceptual? ¿cómo interpretar esa obra sino desde el distanciamiento irónico?. A todos nos parece tan lejano aquel verano de 1.969 en que el hombre llegó (¿o no llegó?) a la Luna que cualquier representación del mismo no puede tener sino un tinte ficcional; como igualmente virtuales son esas obras que hemos bautizado como de “auto-ficción”, una palabreja nacida en el mundo literario para designar un tipo de textos donde el autor empírico (a veces con nombre y apellidos) pasa a formar parte del universo de la novela. Tal sería el caso de “La mona” o “Autoretrat, 16/7/1.966”, dos piezas magistrales por su ternura y por su emotividad.

Finalmente la tercera exposición sería aquella que hemos bautizado como de “segundo grado”, es decir, de pinturas referidas al propio mundo de la pintura o incluso a otras artes como el cine, por ejemplo ese “Goldfinger” de mirada fija y pensamiento turbulento en-marcado como siempre en un entorno placentero o esa “Monypeni” situada a su lado. “Le dejeuner sur ma peinture” es a mi modo de ver uno de los cuadros más inquietantes, pues ese par de señoras en la playa no dejan indiferente a un espectador que, al igual que en la pieza famosa de Édouard Manet de 1.863, comprueba ahora cómo esa muchacha de la izquierda no deja de mirarlo una y otra vez, a la vez que constata igualmente cómo el denso bosque del pintor francés se ha transformado ahora en una serie de pinceladas horizontales (¿referencia tal vez a esa chica medio agachada que se halla en el fondo del cuadro de Manet o apelación exclusiva a las líneas horizontales del paisaje?). Juegos de referencias cruzadas en la mejor tradición de la Modernidad y coqueteos inevitables con el mundo de la “auto-ficción” ya mencionado. “El Prado” y “L´últim Rafael” acabarían de completar la serie.

Mil asuntos se quedan en el tintero, amigo (y ahora papá) Jaume, mil asuntos nada triviales como por ejemplo esa pintura casi sin pintura que es un homenaje a la pintura: un avión se aleja por la derecha, una muchacha a la izquierda contempla su vuelo, un rótulo queda suspendido en el aire: VISCA LA PINTURA, en efecto, VISCA LA PINTURA!!!.

Un fuerte abrazo y felicidades por partida doble.

Lluís Armengol