Lluís Armengol 2008

Text fet amb motiu

de l'exposició a la Sala Parés

titulada Arquitectures.

Benvolgut Jaume Roure:

A no dudar cualquier intento de establecer un “sistema de las artes” claro, diáfano y transparente choca de inmediato con la existencia de esas formas artísticas mixtas y heterogéneas que de alguna manera alteran siempre esos buenos propósitos iniciales, y sin embargo uno no puede sino buscar un poco de orden y organización en un universo presidido en principio por el caos y la desmesura (tal el mundo del arte de hoy). Viene eso a cuento de tu reciente y muy loable exposición titulada simplemente “Arquitecturas” y en donde el hecho pictórico parece recrearse en la escenificación de ese otro hecho artístico presidido por la organización del espacio; en efecto, la arquitectura trabaja y ordena el espacio de todos los días y por eso mismo su rango en un sistema de las artes coherente no puede obviar ese dato: la arquitectura moldea los espacios y por eso mismo es un arte ambiental (o fronteriza) que tiene en el aire y en la atmósfera su misma materia prima y su misma base de partida; la arquitectura (junto con la música) llena e invade los espacios del ciudadano al mismo tiempo que viste y proporciona cobijo y protección a ese habitante desprotegido que ha llegado al mundo con pocas cosas y que con pocas cosas se marchará de él; la arquitectura habla de un habitar al decir de Heidegger y de la creación de un “ambiente” (“umwelt”) donde sea posible realizar y construir el destino del propio ser humano: un desbrozar aquel espacio salvaje e informe para convertirlo en un espacio civilizado y ordenado (en nuestra ciudad tenemos ejemplos recientes de como esto ha sido ejecutado de una manera no por completo feliz y satisfactoria en multitud de ocasiones). Así pues, la música y la arquitectura trabajan sobre los ambientes y las atmósferas y son por eso mismo artes pre-lingüísticas y pre-conceptuales, artes tal vez con poco contenido semántico y significativo pero con un amplio espectro de sentido y sensibilidad, se diría que todo aquello que no poseen de contenido lo alcanzan en sensualidad y formalismo; parecen prescindibles pero no lo son, parecen superfluas pero al cabo nos definen como sujetos libres, maduros y responsables, parecen secundarias y sin embargo siempre han resultado sospechosas (hablo ahora de la música) para los regímenes totalitarios.

Por el contrario las llamadas artes “apofánticas” o designativas como la literatura y la pintura entran plenamente en el universo del “logos” y del concepto, no se quedan en el umbral del mundo y no tienen como finalidad principal llenar el ambiente y proporcionar forma y cuerpo a los aires, sino que hablan ya de aquel mundo que previamente ha sido creado, organizado y construido, y de ahí que se pueda hablar de la “música de las esferas celestiales” anterior a la propia génesis del universo, pero que de ninguna manera se pueda tratar de la pintura que antecede a la pre-historia (todo nos lleva a pensar que aquella nació en Lascaux o en Altamira) o en una literatura que se adelante al nacimiento de la propia civilización de Summer, pues antes de Mesopotamia no parece adecuado hablar de “literatura”. Y de esta forma diremos que tanto la pintura como la literatura necesitan de la existencia previa de una cultura humana que les de soporte y sostén, pues no parecen concebibles fuera de la existencia de esos hombres que con su esfuerzo y tesón lograron el asentamiento de una civilización (en el norte de la India, junto a los ríos de la antigua China o en el mismo Oriente medio); cultura y civilización que deben presuponerse si se quiere entender algo de esas dos prácticas artísticas que tal vez llegaron algo tarde al festín del mundo pero que cuando lo hicieron arrasaron con su potencia, grandeza y capacidad de persuasión.

Porque ¿acaso cabe entender un cuadro como “El meu museu” si se ignora la existencia de un hombre que pintaba en la ciudad de Bolonia de forma pausada y apacible al decir de sus amigos y conciudadanos? ¿acaso puede comprenderse toda la magia de ese cuadro si nada se sabe del motivo del “cuadro dentro del cuadro” que desde el Barroco hasta nuestros días ha sido tratado en las más diversas ocasiones? ¿ cómo apreciar toda la majestuosidad y la elegancia de ese óleo si nunca se ha entrado en un museo?. A mi modesto entender ese cuadro tuyo marca el tono general de la exposición y coloca el listón de exigencia a la altura adecuada: pintura (arte de la designación) que habla de la arquitectura (arte de la frontera), pintura (arte del espacio, pero quizás también del tiempo) que trata del hecho arquitectónico (arte espacial igualmente, pero tal vez no temporal); pintura que intenta y consigue crear y recrear aires y ambientes de todos y cada uno de nuestros días; pintura de atmósferas y de ambientes, o sea, pinturas de arquitecturas. Y por ende esos cuatro cuadros que podemos observar en “El meu museu” algo dicen sobre tu propia poética y no solamente por haber colocado el bodegón en posición privilegiada sino también por situar al espectador-mirón en esa sala de la Fundación Suñol; porque en efecto, pienso que en esos óleos se cuenta con ese “voyeur” compulsivo que es siempre el buen aficionado a la pintura. Hay en esa pieza como en muchas otras (por ejemplo en “Wifi” o en “19 h”) como un guiño soterrado al espectador para que se atreva a entrar en la atmósfera del cuadro, como una amable invitación a la ceremonia de la visión: esa “cuarta pared” abierta y esas líneas de fuga en diagonal no hacen sino facilitar el paso hacia el interior de esa escena ocupada en apariencia sólo por esos cuatro cuadros de distintos formatos (por cierto ¿es un Mark Rothko la pieza que ocupa la pared izquierda? ¿no es algo forzado colocarlo junto al genio de Bolonia? ¿entra el americano en tu particular “museo imaginario”?). Porque o uno anda muy equivocado y escaso de luces o la presencia humana es más frecuente de aquello que aparenta en esa tu última exposición en la sala Parés: bibliotecaria, arquitecto, maniquí o visitante de museo en la “National Gallery” de Washington la existencia de esas minúsculas personas en tus cuadros no hace sino aumentar e incrementar aquello que de verdad importa, o sea, el protagonismo –repito- de una atmósfera y de un ambiente, el escenario grandioso de un espacio no humano que a pesar de todo cuenta con aquel para mostrar todavía más su papel heroico y exclusivo. Con todo pienso que aquello humano no solamente es explícito en los cuatro casos señalados, sino también en algunas telas que en apariencia no cuentan con él: las sillas “mal puestas” en “Cadira nº 2” o en el mismo “19 h.” nos hablan quizás de manera implícita y casi secreta de la presencia de un hombre que si bien fue posterior a la existencia de los espacios galácticos e infinitos (siguiendo con nuestra hipótesis inicial), a buen seguro fue anterior al nacimiento de ese arte pictórico que hoy como ayer sigue despertando emociones diversas y sensaciones múltiples.

En Perversa y utópica (La muñeca, el maniquí y el robot en el arte del siglo XX) la estudiosa Charo Grego trata con su lucidez habitual de un motivo de la historia de la pintura que si bien se hizo esperar algunos años, cuando irrumpió en el escenario mundial sus efectos fueron devastadores, pues hacían hincapié en los precarios y evanescentes límites que separaban el universo de lo humano de aquel otro universo de lo inanimado y artificial; con precedentes tan obvios como los autómatas del siglo XVIII o el famoso Frankenstein (1.816) de Mary Shelley, el tema llegaría pronto a la magnífica pintura italiana del período de entre guerras (Carrà, Sironi, Casorati, etc.) o a esa tela titulada “AP/CC, 314-16” donde si bien la presencia del maniquí no resulta particularmente inquietante o “siniestra”, sí ofrece un perfecto contrapunto a una atmósfera quizás en exceso apacible y tranquila. En este caso el maniquí (cita textual de una presencia humana) vestido con un largo abrigo rojizo y situado en lo alto de un pedestal oscuro, sirve de ajustado contrapunto compositivo a todas aquellas geometrías (cubos y rectángulos) que invaden toda esa tienda lujosa donde parece desarrollarse el argumento de la obra; antítesis y contraposición acentuadas por ese cuerpo sin cabeza y sin manos que parece dirigirse hacia el lugar de procedencia de la luz, es decir, hacia el lugar de la vida y la existencia, como si ese ser inanimado e inerte tuviese nostalgia y añoranza de un sitio más humano y feliz, como si ese maniquí acéfalo no pudiese sino alejarse de las entidades muertas y enfocar su mirada hacia un más allá donde la alegría todavía es grata y posible…, en cualquier caso se trata de una tela donde la armonía cromática y la ordenación de los elementos corren a la par de una excelencia que roza la perfección. E igualmente la presencia de un maniquí ocupa un lugar destacado en “Jigsaw”, si bien en este caso el mencionado contrapunto no se halla tan patente como en el caso anterior, pues ahora ese ser inanimado muestra su propia trampa (un pedestal que le sirve se sostén), una mentira que viene acentuada igualmente por la inexistencia de los brazos, su constitución también acéfala y esa posición frontal que de alguna enigmática manera atenúa su posible aura terrorífica o “siniestra” (en el sentido freudiano); más bien se diría que ocurre lo contrario, pues el conjunto de ropas que se vislumbran por el lado derecho del óleo establecen un cierto paralelismo con el vestido solitario que cubre al maniquí (nos hallamos pues a años luz de ese maniquí perverso y abyecto que protagoniza la obra de Hans Bellmer o de Cindy Sherman, y sin embargo…).

Hablábamos anteriormente de la escasa pero significativa presencia humana en esas últimas piezas tuyas, y pienso en ese sentido que una tela como “L ´arquitecte. Fundació Suñol” es muy pertinente a ese respecto, pues formando un tríptico dedicado a la mencionada fundación, es la única que presenta un ser humano integrado en una atmósfera y en un ambiente que una vez más son los auténticos protagonistas de la obra, un ser humano que no mira directamente al espectador empírico del cuadro sino que atiende a sus propios asuntos libreta en mano y con la vista puesta hacia esa enorme puerta que nos comunica con el exterior (la dialéctica entre interior/exterior es otro logro considerable de la exposición), un arquitecto que se adivina pendiente todavía de algunos asuntos no resueltos, un hombre que no hace sino incrementar la soledad y el vacío de ese espacio cuyo destino quizás no ha sido determinado…, en fin, un arquitecto que de forma semejante a aquel otro maniquí de la primera tienda de modas dirige sus ojos hacia la luz y la claridad, es decir, hacia la vida. Una vez más la armonía del conjunto y la uniformidad cromática sirven para acentuar la pulcritud y la elegancia de la tela; cualidades ambas que se hallan igualmente en esa otra pieza titulada “Wifi” donde otra vez la diminuta presencia humana entra en diálogo agónico con esa entrada a una biblioteca pública, un espacio que, efectivamente (ya ha sido señalado), invita a participar de forma activa, o sea, a gozar de ese vestíbulo o pasillo que no sabemos dónde nos puede llevar…; tal vez haya ahí un triple juego de miradas que de alguna manera sirve de armazón a todo el óleo; pues a no dudar debe presuponerse en primer término la mirada de ese espectador real de carne y huesos que se pasea por delante de tu cuadro, un mirón anónimo y perplejo que entra en la sala de exposiciones dispuesto a disfrutar de una cierta experiencia estética, un voyeur que han tenido presentes todos los grandes de la pintura, pues como decía aquel sin mirada pasional, compulsiva o fuerte no hay pintura verdadera; en segundo lugar hay esa otra mirada de la chica hacia ese ordenador que no sabemos lo que contiene (se supone que los datos referidos a la biblioteca), una muchacha que carece de rasgos faciales excepto esos ojos sin los cuales su presencia en el óleo no tendría mucho sentido, y en tercer y último lugar hay esa otra mirada también de la chica sentada pero dirigida esta vez hacia ese enorme ventanal que no sólo transparenta veladamente aquello que hay en el exterior, sino que constituye uno de los grandes aciertos de la pieza; porque la pregunta asalta de inmediato ¿qué puede verse a través de ese ventanal que organiza una de las líneas en perspectiva oblicua? ¿acaso no hay un juego dialéctico entre “ver y no ver” de cuyos extraños recovecos hizo una lúcida radiografía el crítico Victor I. Stoichita en un ensayo con el mismo título a propósito de la mirada impresionista? ¿es tal vez esa secretaria que se halla en la entrada “una figura de asistencia” que nos ayuda a nosotros en tanto espectadores empíricos no solamente a entrar en la biblioteca sino a mirar también aquello que ya ella ha mirado previamente? ¿no es cierto que esa chica de rostro anodino y cuerpo casi invisible posee mucha más información que nosotros mismos?; sentada al final de una larga mesa oscura su ínfima presencia es a todas luces capital para aceptar ese espacio anónimo e impersonal en que nos hallamos. Suponiendo que se trate de la entrada a la biblioteca Sant Antoni – Joan Oliver (siento que debería ir a comprobarlo, pero no lo haré) las dos líneas en perspectiva ¿en qué punto de fuga convergen? ¿cuál es el final de la historia de ese personaje que entrando por ese amplio pasillo pasó hace un instante por delante de la muchacha sentada? ¿por qué una cierta desazón y una etérea incomodidad asaltan a ese espectador anónimo que un día tuvo la peregrina idea de plantarse frente a ese cuadro y resolver un enigma tal vez de imposible solución final? ¿no es acaso esa inquietud la misma que nos asalta ante esos personajes de Gustave Caillebotte que miran sin saber exactamente nosotros aquello que es el objetivo de sus miradas? ¿no es la organización de una cierta “tramoya visual” uno de los mayores atractivos de esa “arte apofántica” conocida con el nombre de pintura?.

Cuadros dentro del cuadro, ventanas que son cuadros también, cajas visuales siguiendo (con variaciones) las leyes generales de la perspectiva clásica, elogio de las atmósferas y los ambientes creados por el arte de la arquitectura, temas todos ellos pertenecientes a la gran tradición del clasicismo que ahora se re-crean y se transforman para disfrute y placer de todo aquel dispuesto a aceptar el juego propuesto. “Primero es el ojo que ve, lo segundo, el objeto visto; lo tercero, la distancia entre uno y otro” decía el viejo Durero al reflexionar sobre esos asuntos y por cierto que acertaba sin la menor duda: en el origen hay un OJO que escruta, inspecciona y observa, un ojo que entra en esa estancia y se enfrenta con un reloj que marca las diecinueve horas (y un poco más), una estancia en forma curvilínea que va a dar otra vez a una pared que a modo de estación final va a marcar el tope de nuestro peregrinaje. No se trata en este caso de un cuadro, tampoco de dos, sino más bien de tres cuadros en intrincada relación dialéctica y geométrica, pues obviamente hay en primer lugar la pieza de 92 x 73 cm. expuesta en una de las paredes de la galería, un óleo sobre madera que cualquier espectador pudo contemplar en los días pasados de la exposición; dentro de ese cuadro hay otro cuadro en-marcado, es decir, doblemente señalado y destacado por dos lados (arriba y a la derecha), por un marco rojo que no hace sino resaltar y singularizar esa estancia (una cocina, probablemente) que va a resultar la escenografía principal de la pieza, una escena con una silla “mal colocada” que nos habla quizás de esa presencia humana secreta e implícita (¿por qué sino iba a estar situada esa silla frente al tercer cuadro de la obra?). En efecto, el tercer y último cuadro se halla en-marcado a la vez por ese ventanal que se alza desde el suelo hasta el techo de la estancia, un ventanal “item perspectiva”, o sea, “a través”- sea dicho en pedante latinajo del mismo Durero-, y desde el cual podemos observar un hermoso día soleado, un mar azul y talvez un césped verde y resplandeciente…; juego de tres encuadres que nos llevaría a reflexionar sobre la función del marco en la pintura contemporánea, un tema que dejamos para mejor ocasión.

Y ya casi para acabar, ¿qué decir de esa otra ventana tomada desde un punto de vista no frontal que en su misma transparencia junta y separa a la vez un espacio interior vacío y un espacio exterior donde se adivina el caos y el estrépito de la metrópolis moderna? ¿acaso no es toda ventana –metáfora del cuadro para todos los grandes del Quatrocentto- gozne, bisagra y frontera que une y escinde al mismo tiempo dos ámbitos de imposible reconciliación feliz? ¿no es toda “ventana” representación plástico- simbólica de un límite que nos avoca a la contemplación y a la visión más o menos desinteresada? . En el caso especial de “Bleecker St. NY” esa ventana se halla precedida por un amplio alféizar que permite ampliar ese “limes” entre la exterioridad de la urbe con sus monstruosos edificios y la interioridad de la habitación que se intuye despojada de elementos triviales, una metonimia quizás de una habitación de hotel, una sinécdoque tal vez de esos cuartos funcionales donde a veces nos vemos obligados a pernoctar. Todo el cuadro se halla impregnado de un tono intimista y cálido que en buena parte se debe –repito- a ese ancho alféizar que permite sentarse en él para proceder a la ceremonia de la contemplación; más que un homenaje a los espacios de los museos o a aquellos otros de las tiendas de moda, nos hallamos ahora con una simple apología de los rincones entrañables. Obviamente nos encontramos también aquí con un doble cuadro de cuyo enmarcado no cabe ninguna duda: la ventana se halla en-marcada por los montantes oscuros y el cuadro primero o cuadro-cuadro de título conocido no se halla con marco expreso (otro acierto de la exposición: la ausencia de marcos patentes; porque de alguna manera casi todos ellos se hallaban ya enmarcados por sus propias características formales y compositivas).

Por último no dejar de mencionar a esa turista que, abrigada con un amplio abrigo azul, y unos pantalones oscuros y habiendo comprado ya el catálogo de la exposición de Edward Hopper, se dispone a tomar la calle no sin antes caer en la tentación de “posar” para esa mirada del pintor que no puede sino inmortalizar al anónimo personaje. Una vez más la atmósfera y el ambiente toman un papel protagonista frente a esa mujer que se diría desbordada por la misma arquitectura de la “National Gallery” de Washington; situada entre las dos líneas perspectivas oblicuas que organizan el cuadro, podría afirmarse que su mirada de frente corre paralela a esa otra frontalidad en donde se halla el enorme cartel de la exposición, iniciando de ese modo un juego de perspectivas de indudable rendimiento imaginativo y fantasioso; porque si bien es cierto que el punto de fuga de las dos líneas oblicuas se halla en el exterior del recinto junto a los árboles, también es verdad que las dos paralelas que enmarcan el cartel anunciador se pierden igualmente en el interior del museo, confirmando así mismo esos juegos entre interioridad y exterioridad que ya han sido indicados como un logro considerable de tus cuadros.

Nada más, benvolgut Jaume Roure, sino felicitarte otra vez por esta muestra.

Lluís Armengol i Romero